jueves, 19 de abril de 2012

Violeta Parra y las literaturas alternativas

Quiero comenzar esta ponencia planteando un problema de los estudios de postgrado de literatura en la Universidad de Concepción: el nombre de la maestría y algunas características del doctorado se ubican en lo que quedo atrás luego de un debate sobre el carácter de las literaturas de Nuestra América. No sólo eso. Si son literaturas hispánicas lo que estudiamos en la maestría ¿podrá haber una tesis sobre Elicura Chihuailaf? ¿Se podrá estudiar el Manuscrito de Huarochiri del padre Ávila? ¿Lo que Miguel León-Portilla llama la visión de los vencidos entra en ese programa? Nuestra literatura no es española o hispánica como se prefiere decir aquí sino transcultural. Entonces ¿a qué viene la exigencia de leer 10 libros de literatura española para poder ser tesista de un doctorado en literatura latinoamericana? Es cierto que los españoles nos invadieron, pero ¿acaso ellos exigen a sus estudiantes leer 10 libros de literaturas árabes?

La estrategia para tratar de enfrentar este problema será recordar cómo se dio el mismo debate en el Perú a comienzos del XX, luego avanzare hacia lo que Martín Lienhard ha llamado literaturas alternativas que es una de las dos partes del título de la ponencia. Para terminar estudiare un caso chileno. He elegido una poeta que no es mapuche, que escribe en castellano, para hacer evidente algo que quienes organizaron nuestros postgrados parecen haber olvidado: ni siquiera nuestra literatura escrita en español puede considerarse hispánica. Porque nuestro español no es el mismo que el de la península, porque pensamos distinto, porque tenemos conflictos culturales que ellos no tienen. He elegido a una poeta que me entusiasmo Y permítanme recordar que entusiasmo viene de entheos, llevar un dios dentro: Violeta Parra.

En 1905 José de la Riva Agüero publica El carácter de la literatura del Perú Independiente. Su tesis central es que nuestra literatura y nuestra cultura en general no son sino parte de la literatura y la cultura españolas. Niega por completo la existencia de literatura indígena. El primero en responder, en el mismo año 1905, fue un viejo farmaceutico libertario y radical que vivía al interior del país, Adolfo Vienrich, que publica Tarmap pacha huaray- Azucenas quechuas. Lamentablemente el Perú no estaba preparado para ese libro. Recién hemos reconocido las literaturas orales después de que Millman Parry reconstruyó en 1928 los métodos orales de composición de los poemas homéricos. El eurocentrismo siempre fue un lastre para conocernos a nosotros mismos.

Sin embargo el debate siguió. Pronto dos tesis más se van han ocupar del tema tratado: Posibilidad de una literatura nacional de José Gálvez (1915) y Nosotros: ensayo sobre una literatura nacional de Luís Alberto Sánchez (1920). Años después, José Carlos Mariátegui cerrará este cruce de ideas con el ensayo “El proceso de la literatura” incluido en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). Abordando desde perspectivas diversas y discutiendo el punto de vista de cada uno de ellos, estas versiones que el debate suscitó son las bases que darán origen a trabajos posteriores de explicación, reflexión y divulgación de nuestras letras. Desde ahí quedo establecido que la cultura peruana y por ende su literatura era heterogénea. Una heterogeneidad que nos viene de base en verdad: somos hijos de un conflicto no resuelto en la invasión española entre nuestras naciones originarias y la nación dominadora.

Hay algunas cosas que corregir a Mariátegui. Quizá lo primero, lo más grave, es su visión del negro. Si bien acepta la heterogeneidad hispano indígena niega toda posibilidad de una cultura negra. “El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie”. Creo que una condición primera para ser mariateguista hoy es no estar de acuerdo con Mariátegui en este punto. Así la heterogeneidad se hace más compleja aún, no son dos sino tres culturas por lo menos las que pueblan América. La sensualidad es parte de los aportes negros en disputa contra una cultura occidental que niega el cuerpo. Toda religión es supersticiosa si la miramos desde otra.

Una segunda cosa a corregir es el logo centrismo de la escritura: “Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla”. Hay que reconocer que Mariátegui al hablar de la religiosidad indígena y en otras referencias más se basa en la oralidad indígena, pero estaban todavía por desarrollarse las teorías que tenemos hoy sobre oralidades. Dicho sea de paso, un tema que todavía no se discute oficialmente en la cátedra de nuestra Universidad aunque ya la iniciativa de los alumnos ha formado un grupo de estudios sobre el tema.

Ese es el primer conflicto cultural entre vencidos e invasores como reseña Martín Lienhard en La voz y su huella. Recordemos el encuentro entre Pizarro y Atahualpa en Cajamarca. El padre Valverde le da al Inca la Biblia y le dice que ese libro le va a contar la existencia del verdadero Dios del cual los españoles son emisarios y por el que tienen derechos sobre estas tierras. Lo que hace Atahualpa es acercarse el libro al oído. Se trata del encuentro de la cultura oral con la escrita. La cultura oral es comunitaria, dialógica, el saber no está en el letrado sino que se construye en el habla: “Ponte en pie, parlamenta en tu tierra/ aunque sientas tristeza, parlamenta” diría Elicura Chihuailaf. La sabiduría no está acumulada en libros sino en los ancianos, en los que más han vivido, que la cultura de la letra desprecia y encierra en asilos. El aprendizaje es un acto social no supone encerrarse en escuelas o universidades.

El segundo conflicto es entre las lenguas originarias y el castellano. Los incas, politeístas, no usaban la religión para sus conquistas. Respetaban la religiosidad del vencido y, es más, añadían dioses a su panteón. Los españoles tenían necesidad de tener una lengua común en su propósito evangelizador. Julio Noriega nos cuenta que “Los primeros misioneros, haciéndose eco de las prédicas colonialistas del gramático Antonio de Nebrija y de las enseñanzas del apóstol San Pablo elaboraron sus gramáticas y vocabularios con un doble propósito de “domesticar” o reducir el quechua a la escritura, la voz a la letra, y dotar a los catequistas de manuales para el aprendizaje del quechua” (2011:21). De modo tal que el quechua que se habla hoy en el Perú es en buena medida un idioma inventado postcolonial. Pero al mismo tiempo impusieron el castellano como idioma oficial y de cultura. De ahí que para algunos hasta hoy nuestras literaturas y en general nuestra cultura sea hispánica.

El tercer conflicto es de cosmovisión. En las religiones originarias la tierra es sagrada y el trabajo es fiesta y ritual. En el cristianismo el trabajo es un castigo (“Comerás el pan con el sudor de tu frente”) y la naturaleza está para ser dominada por el hombre (“llenad la tierra, y sojuzgadla”). Evidentemente el trabajo sólo se convierte en castigo ahí donde es trabajo alienado, donde uno trabaja para otro. El trabajo humano es creatividad y por eso no puede, no debería poder, ser vendido. La idea de dominar la tierra también es propia de la mercantilización de esta. Como diría Polanyi: “El hombre, bajo el titulo de trabajo; la naturaleza, bajo el titulo de tierra, fueron puestos a la venta”. El indígena no podía y aún hoy no puede entender las ideas de mercantilización y de desarrollo que forman parte esencial del pensamiento occidental. Hay que recordar que el propio término trabajo está relacionado a formas de tortura ya que la palabra viene de tripalium que era un yugo formado por tres palos en el que amarraban a los esclavos para azotarlos. No es raro que la sabiduría popular llame al trabajo “pega”.

Lienhard, después de estudiar estos tres conflictos llama la atención sobre un hecho: hay textos literarios que parecen ubicarse en la frontera exacta entre las formas de hablar y de pensar de los dominadores y los dominados. Textos como Los ríos profundos de Arguedas que son novela y por lo tanto escritura pero donde la canción cumple un papel articulador. O como la poesía de Chihuailaf que se publica en ediciones bilingües. O como los cuentos de Rulfo que dan cuenta de la religiosidad mexicana. A esto es lo que llama literaturas alternativas. Se trata de textos que no pueden dejar de incluirse en la ciudad letrada pero que, en ésta, se convierten en una punta de lanza de otras culturas y otras expresiones

Como anuncie al principio quiero probar que esta categoría se puede usar en Chile no sólo para la poesía mapuche sino también para la poesía urbana popular, para la canción. Y quiero elegir para esto a Violeta Parra como caso paradigmático.
Se me podrá poner como objeción que efectivamente toda la canción popular urbana se sitúa entre la oralidad y la escritura. A diferencia de lo popular tradicional en las ciudades la canción comienza a ser de autor, se abandona la improvisación y si bien los textos se escriben, son escritos en el momento de su producción pero no en el de su transmisión, son para ser cantados, para ser oralizados. Esto ocurre en Nuestra América más o menos desde 1880 en que la urbanización de la sociedad crea una clase de dimensiones tales que puede crear dentro de ella un sector especializado en mantener y renovar tradición al mismo tiempo que apoderarse de la palabra, de la creación verbal. Es la época en que nace el vals en el Perú, el tango en Argentina, la décima de autor en la lira popular chilena.

Pero Violeta Parra va más allá de eso. Ella quiere incorporar en sus textos por una parte toda la oralidad previa, por otras formas de expresión no verbales como las arpilleras por ejemplo. Violeta no fue solo una creadora infatigable de música y verso, sino una pionera de la recopilación folklórica chilena. Violeta recorrió Chile de punta a punta grabando esas canciones que los cantores y cantoras del pueblo tenían guardadas para ellos y su comarca. Parabienes, cuecas, tonadas, valses ya casi olvidadas que conseguía hacerse cantar por viejos lugareños que aún recordaban las estrofas. De ahí es que nace el libro Cantos folclóricos chilenos y, más tarde, el disco Cantos campesinos editados originalmente en París. En París también publicará, años después, el libro Poesía popular de los Andes

Pero, como ya dije, Violeta estuvo también interesada en otras formas de expresión, no verbales. En pueblos orales como los nuestros el dibujo siempre fue importante. Vemos en Nueva crónica y buen gobierno de Huamán Poma, como el cronista indio cuando no confía del todo en su capacidad de escritura recurre al dibujo. En el folklore chileno este dibujo está dado sobre todo por las arpilleras. Es una técnica textil que se origina en una antigua tradición cultural de Isla Negra. Utiliza restos de tela para crear y recrear imágenes que luego se cosen sobre una tela rustica de las que se emplean para empacar papas. En algunos casos se colocan sobre la arpillera muñecos u otros objetos que le dan un sentido tridimensional. Con estos cuadros se expresan experiencias que la palabra no alcanza a definir. Por eso Violeta Parra las definió como “canciones que se pintan”.

A su regreso a Chile, después de una importante gira europea, a fines de 1956, Violeta comenzó a diversificarse como artista, realizando un alabado trabajo en cerámicas, pinturas al óleo y arpilleras. Pero, al igual que con la canción, no le basto ser creadora de arpilleras. Trabajó un tiempo en un museo de arte popular y folclórico que ella misma fomentó a crear en la Universidad de Concepción. Ese mismo año aparecieron sus primeros LPs, El folklore de Chile (volúmenes 1 y 2), con una mayoría de títulos ajenos y en los cuales la voz de Violeta se acompañaba apenas de una guitarra de madera. Expuso por primera vez sus óleos en 1960, en la Feria de Artes Plásticas del capitalino Parque Forestal. Cada septiembre se ocupaba en su propia ramada, y colaboró también en varios documentales sobre tradición chilena (como La Tirana)

Pero esa relación con la oralidad tiene un factor que resulta importante. La transformación del lenguaje poético que está lejos de ser un español ibérico para llegar a ser un idioma propio de Chile. Lo vemos en el uno de voces quechuas como tayta (“Cuando murió mi taitita/ fue un día de gran quebranto/ asómate pues en llanto/ dice mi pobre mamita”), llapa (“De llapa, mis compañeras/ eran niñitas donosas) o el recargar los versos de diminutivos afectivos como los que vemos en los propios versos citados y que también es propio del quechua. Pero también está presente en la forma de usar el propio castellano. El chileno suele hablar con apocopes como l´azucena, d´hermano que Violeta incluye en sus textos sin ningún reparo. Otra forma de abreviar palabras es quitándole letras de en medio como cuando se califica de indino al dictador Ibañez en vez de indigno que sería lo correcto. Inclusive llega a usar evidentes dislates léxicos como cuando hablando de la profesión de su padre no dice letrado sino letrario o cuando habla de su guitarra dice “estrumento” en vez de instrumento. Estamos en el segundo elemento que propone Lienhard como constitutivo de las literaturas alternativas: situarse en medio del lenguaje del conquistador y del habla del pueblo.

Pero me parece más interesante aún el tema de la cosmovisión. Quiero en esto hacer un pequeño recuento de una serie de textos donde definitivamente se escapa de la forma como los occidentales ven el mundo para incorporarse a lo que podríamos llamar una religiosidad americana. Hemos dicho que en ella se da una relación de integración con la naturaleza y de reciprocidad con el resto de la humanidad. Lo primero lo vemos en “Exiliada del sur” que comienza: “Un ojo deje en Los Lagos/ por un descuido casual/ el otro quedó en Parral/ en un boliche de tragos” y va fusionando su cuerpo entero con la geografía de Chile. Podría ser un canto lúdico pero este fusionarse con la geografía de su país lo hace con sentimientos negativos: “mi corazón descontento/ latió con pena en Temuco/ y me ha llorado en Calbuco/ de frio por una escarcha”. Un elemento interesante de esta enumeración es que, como vamos viendo, prefiere los pueblos pequeños, muchos de ellos con nombres en lenguas originarias. Por cierto ni Santiago ni Concepción figuran.

El centro de este dolor es su propia situación de migrante. Nacida y criada en el campo, debe emigrar a la ciudad para abrirse camino con su sola guitarra y su voz. Pero ella sabe que no es un drama estrictamente personal. Sabe que son cientos de miles los desarraigados en las ciudades de Chile y de América. Por eso hace de su canción un arma contra las injusticias: “y no tomo la guitarra/ por conseguir un aplauso/ Yo canto la diferiencia/ que hay de lo cierto a lo falso/ De lo contrario no canto”. Pero ella sabe que para encontrar esa diferiencia es necesario tener una actitud dialógica. Así su canto está hecho de dicha y de quebranto (“los dos materiales que forman mi canto”); es individual (“mi propio canto”) pero a la vez colectivo (“el canto de todos”); ligado a la naturaleza (“ladridos, chubascos”) pero también a la cultura (“martillos, turbinas”); social pero a la vez intimo (“en las multitudes el hombre que yo amo”). Este diálogo lo podemos ampliar más allá para incluir aspectos vitales como el escribir la canción que estoy citando: “Gracias a la vida” poco antes de suicidarse. La muerte y la vida abren así un diálogo fecundo al amparo del amor, de ese amor que nos permite volver a los 17 después de vivir un siglo y puede convertir incluso al malo en un ser puro y sincero. Es el sentimiento y no el saber lo que guía el canto de Violeta.

Así Violeta Parra no es en sentido estricto ni arte campesino, folklore, ni arte urbano. En toda nuestra América la oralidad rural y la ciudad letrada han tenido permanentes relaciones conflictivas. Responden a formas de pensar distintas. Pero, en el caso de Violeta Parra, como bien dice Leónidas Morales, se trata de una recreación del folklore “condicionada, en su espíritu y en su forma de realizarse, por la cultura urbana, a la que a la vez va destinada su recepción” (1993). El arte de Violeta sólo se hace inteligible estudiándolo a la luz de las relaciones de conflicto entre las dos culturas que lo atraviesan, lo marcan y lo tensan. Violeta absorbe en su primera infancia la cultura tradicional del medio, investiga luego esas raíces con los instrumentos del conocimiento occidental, pero es la experiencia urbana, tanto en Chile como en su estadía europea, lo que activara la conciencia de esa identidad. Leónidas Morales es de los que más insisten en el tema. Y a él debo ese correlato entre la canción de Violeta y las literaturas alternativas. Resulta de lo más interesante el paralelo que hace de nuestra poeta con los autores que son paradigmáticos para el concepto de Lienhard: Arguedas y Rulfo

“La problemática de la creación de Violeta no aparece solitaria dentro de este contexto: muestra correspondencias, en aspectos fundamentales, con las de otras creaciones latinoamericanas. Pienso sobre todo en la obra narrativa de Rulfo, en México y la de José María Arguedas en el Perú. Los paralelismos comienzan dándose fuera de las obras. Los tres han nacido en fechas aproximadas: 1911 Arguedas, 1917 Violeta y 1918 Rulfo. Las trayectorias son asimismo similares en la primera etapa, las vivencias determinantes de la identidad han tenido lugar en el medio rural campesino, de pequeños y antiguos pueblos, para luego, en la segunda etapa, entrar a la experiencia corrosiva del mundo urbano. (…) Las relaciones de conflicto entre la cultura tradicional y la urbana que hacen inteligible la creación de Violeta, son también las que vuelven comprensibles las creaciones de Rulfo y Arguedas”
Lamentablemente Lienhard puso sobre todo ejemplos de narrativa cuando estudio las literaturas alternativas. Si hubiera buscado en la canción popular podemos apostar que hubiera sido Violeta Parra su paradigma. Pero, como todo libro, como todo escrito, sirve para continuar una conversación, no para cerrarla.

Bibliografía
Martín Lienhard, La voz y su huella, Lima, Editorial Horizonte, 1992
Leónidas Morales, “Violeta Parra: la génesis de su arte” en Figuras literarias rupturas culturales, Santiago de Chile, Pehuen editores, 1993

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