Efectivamente ni el vals ni la polca son bailes nacionales. El primero es vienes y su origen es del siglo XVIII. Manuel Valls la define como “baile cuyo origen se remonta al siglo XVIII, lento en sus inicios, escrito en compás de ¾” y nos dice que significa “bailar dando vueltas”1. La polca es, según el propio autor, del propio siglo XIX y se origina en Bohemia con un ritmo más rápido y compás de 2/42. Es hacia 1850 que se toca el primer vals vienés en Lima, su primer interprete es el pianista austriaco Herz que ofrecería varios conciertos en el teatrin Variedades ubicado en la calle de Espaderos en el Jirón de la Unión. En ambos casos son piezas musicales sin letra. Sólo cuando los sectores populares se apropian del vals y la polca comienzan a tener letra. La primera letra de vals es creada por un periodista migrante: Abelardo Gamarra, pero quien transforma la melodía en lo que ahora conocemos es un músico popular: Felipe Pinglo.
Ante esta nueva realidad hay varias posibles reacciones de parte de los sectores letrados. Algunos se acomodan a ella y viven felices entre dos mundos: el de la letra y el del canto. Es el caso de César Miro: poeta vanguardista, autor de valses como “Todos vuelven” e historiador de Alianza Lima. Lo criollo popular en realidad tiene una política inclusiva, no margina a nadie que se acomode a la básica norma del respeto mutuo. Esto es lo que nos dice, por ejemplo, Nicomedes Santa Cruz en una de sus décimas:
“El negro de su chofer
-que es marido de mi hermana-
lo ha invitao a usté mañana
pal santo de mi mujer.
Lo trataré de atender
brindándole lo mejor
y ya que me hace el favor
de alternar con nuestra raza
antes de pisar mi casa
oiga usté, señor dotor:
Si viene en plan de turismo
cante, baile, jaranee
pero nunca me negree
que tengo Fe de Bautismo.
Yo permito el criollismo
pero no la desvergüenza:
por eso, dotor, si piensa
que nuestro pelo se toma,
aunque acepte la broma
no le perdono la ofensa”3
Una opción intermedia es el intento de crear un criollismo letrado. Se sitúa a la mitad del camino entre la adopción de lo popular, que lo lleva a la denuncia de la explotación y exclusión propias de nuestra sociedad y por otro lado una desconfianza en los sectores populares que los obliga a una actitud más bien paternalista. Esa es la propuesta de José Diez Canseco. Y lo vemos tanto en su narrativa, como, sobre todo, en los artículos que escribe sobre Lima y sus guitarras. La prosa de ficción de nuestro autor ha merecido múltiples comentarios, incluyendo los que se han hecho en este mesa. Baste mencionar, por ahora, la crítica que hizo hace muy poco, en otro evento de nuestra facultad, Milagros Carazas:
Sin duda Diez Canseco ofrece una mirada crítica al representar una ciudad, cuya modernización propiciada por los sectores oligárquicos; ha sentenciado a la marginalidad y la extrema pobreza a estos grupos sociales. Lo lamentable es que lo hace desde una perspectiva paternalista, afianzando la imagen estereotipada del sujeto afroperuano, que queda caracterizado por el machismo y su agresividad (delincuencial), tal como aparece en sus cuentos y novelas cortas, reunidos bajo el título Estampas mulatas (1930).4
Permítanme por eso referirme ahora a un libro más bien de artículos y poemas. Se trata de Lima coplas y guitarras, publicado en forma póstuma, según nota de su viuda “el 6 de octubre de 1949, día en que cumplía el autor 45 años de edad y a pocos meses de su muerte, acaecida el 4 de marzo de 1949”. Reúne artículos y poemas de diversas fechas, que antes habían aparecido en periódicos y revistas, “respetando las anotaciones hechas posteriormente por el autor” según se nos informa en la misma nota de la viuda. La mayoría de las crónicas no tienen fecha. Las pocas que están datadas van de abril de 1935 a marzo de1936. Los versos tienen más fechas y estas abarcan un periodo más largo: de 1926 a diciembre de 1948. Así podemos sostener que aunque publicadas en una edición que pretende iniciar la recopilación de sus Obras Completas no tienen que ver con un periodo de su vida sino con una de sus preocupaciones: el criollismo limeño.
Podríamos agrupar los artículos del citado libro en varias categorías. La mayor extensión la tienen los críticos y biográficos. Están dedicados a Santa Rosa de Lima, Fray Martín de Porres, José de San Martín, Ricardo Palma. De estos quizá el más interesante es “Clérigos, ideas y aventuras”, donde hace un recuento de las ideas libertarias en el Perú. En este, fechado en Bogotá, marzo de 1936, hace una declaración de fe socialista:
“El último que agitó su pensamiento fue José Carlos Mariátegui, el grande, el querido, el fraterno amigo que fue para siempre, Mariátegui fue el apóstol auténtico de una aspiración y de una idea. No transigió nunca y afirmó, contra todas las amarguras y todas las calumnias, su fe de escritor proletario. En su revista “Amauta”, faro en América, supo acoger y supo exaltar. Allí, en “Amauta” pronunció su condena contra el “partido nacionalista pequeño burgués” y nació entonces su divorcio total con Haya de la Torre, fundador del APRA”
No es rara esta adhesión a Mariátegui, de alguna manera se trata de corresponder la presencia que el propio Diez Canseco había tenido en Amauta donde publica por entregas la novela “El gaviota” y varios artículos de crítica literaria. Pero se trata además de la misma actitud que había tenido el indigenismo, corriente con la que el criollismo letrado comparte tanto la critica social como la actitud paternalista.
Un segundo grupo de artículos son los que están dedicados a determinados personajes ya no de las letras o el santoral criollo, sino ya directamente de la canción y la fiesta. Curiosamente, sin embargo, no aparece Gamarra o Pinglo, que ya en 1936 había compuesto lo mejor de su repertorio. Está más dispuesto a personajes de la oligarquía que destinaban algunas de sus horas a compartir con la bohemia y hasta con el pueblo. Es el caso de Alejandro Ayarza, Karamanduka, a quien le dedica una nota sobre su cumpleaños, titulada justamente “El santo de un viejo limeño”, que es exactamente un apunte de “sociales” dedicados a “aquellos que fueron y todavía son la representación de la vieja ciudad” (28). Es en realidad el malestar hacia la invasión que la ciudad está viviendo de nuevos pobladores y diversos agentes sociales, migrantes y plebeyos de los que Gamarra o Pinglo serían representantes. Quizá no haya mejor muestra de la contradicción entre la que se mueve el criollismo escrito que esta doble afiliación: por un lado a Mariátegui y el socialismo; por el otro a Ayarza y “las cosas típicas de nuestra ciudad (que) se han ido marchando y ya no nos queda sino estos pequeños y encantadores refugios en los que se guarda lo mejor de nuestro prestigio” (30). Aunque Juan Larrea sea letrado y español desde el título “Dos guitarras y unas nostalgias” debería ser ubicado en este segundo grupo. En efecto, no se habla aquí del poeta español en tanto poeta vanguardista sino como huésped de una reunión donde “se mezclaron los quejidos resignados de los yaravíes peruanos y las coplas maravillosas de Andalucía” (36)
Por último, el tercer grupo, el que resulta más interesante para nuestro trabajo, es el que corresponde a las reflexiones propiamente dichas sobre el criollismo y la ciudad de Lima. En este grupo destaca el artículo que abre el libro y le da título “Lima: coplas y guitarras”. Es un reconocimiento del saber popular. Ningún poeta pudo decir de nuestra ciudad lo que una jarana dice. Es “la expresión auténtica de la ciudad”. Cualquiera puede esperar que aquí se desarrolle el espíritu popular de Diez Canseco, que ha sido descrito por César Miro como “gran señor del buen vivir criollo”5. Pero, no podía ser de otra manera, aquí también se ve la contradicción que recorre todo el libro. El autor, que en otro lado declara que en la Plazuela del Señor de los Turrones “opte el alto grado de bachiller en humanidades, antes de haber pasado por la universidad” (26), aquí muestra su fina expresión. Definitivamente no es en la calle donde se ha aprendido una escritura que dista mucho de la oralidad:
“Es una calle cuando el alba no asoma todavía. En la sombra húmeda de la esquina despereza un policía el trasnochado cansancio de su ineficacia. Un gallo enarca su clarín sin brillo y en el cielo teorizan las estrellas una inenarrable melodía de guiños. No se sabe de donde, llegan dos voces rotas que valsan una queja en el dlin-don de unas vihuelas próceres. Es una jarana” (15)
Pero, no es sólo el léxico lo que separa al autor de los jaraneros de los que habla. Son también los roles actanciales que ocupa. Al final del artículo hay un pequeño relato en que el autor se encuentra con dos amigos. Algo muy propio de una jarana. Pero mientras ellos son vendedores de periódicos, él es periodista. Mientras ellos lo saludan con un”Don Pepe”, él soporta sus costumbres “con un estoicismo del que me enorgullezco” (20). No se plantea, ni en medio mismo de la amistad, una relación horizontal. Lo único que disminuye en algo al autor es que ya no cree que su palabra sea poderosa “en un país en que nada es importante”. Pero eso parece más una queja contra el país que un acto de modestia.
El criollismo de Don Pepe no es pues el del aguardiente que rompe, las guitarras que retozan o el cajón que ríe. Él podrá apreciar todo esto, podrá identificarse sentimentalmente con los criollos de la Plazuela. Pero sabrá siempre, en el fondo, que su palabra sería oída si estuviéramos en un país serio. Su identificación con lo popular es la de un líder que no pudo ser.
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