El vals, la celebración del sufrimiento
Alonso Cueto
Diario Perú21 1 octubre 2004
Fragmento del libro Valses, rajes y cortejos
Sabemos poco de la historia del vals. Hay una polémica sobre su origen. Sin embargo, de lo que no hay duda es de que su voluptuosidad elegante y triste es parte de nosotros.
Valses como El tísico, El guardián y El plebeyo expresan el culto al fatalismo, una corriente de enorme fuerza en la música criolla que le rinde culto a la oscuridad. Muchos valses cuentan la historia de alguien que sufre y se somete a un destino, hacen retratos del enfermo y el oprimido, cantos convertidos en gemido y queja. Sus letras expresan con frecuencia el gesto elegante de un sentimental que ha inclinado la cabeza frente al destino. Por eso, el vals (o el valsecito) no quiere cambiar el mundo. Quiere dar cuenta del sitio que tenemos en él. Es una lamentación esbozada, un gesto de dulzura, de ternura y de ironía festiva en medio del dolor. No grita pero solloza, no vocifera pero susurra y habla. En su modestia, el autor del vals sabe que va a ser escuchado. Es un género que puede llegar a los extremos de lamentarse y a la vez ironizar sobre su propia lamentación (en valses como Yo la quería, patita de Mario Cavagnaro), de mostrar canciones con letras de sufrimiento en una melodía jaranista de celebración, en suma de reírse y de llorar al mismo tiempo.
El vals se origina en el siglo XIX y sabemos poco de su historia excepto algunos datos sueltos. Hay una polémica sobre su origen que algunos remontan a la llegada de las zarzuelas a comienzos de siglo, antes de la aparición del vals vienés (circa 1850). Los aportes de Walter Scout Pease y su vals Recuerdos de Lima (1883), Abelardo Gamarra con Ángel hermoso (1884) y Eduardo Recavarren, con Al pie del Misti (1892), además de algunas piezas como La cabaña, forman parte de esta época. El mismo Abelardo Gamarra (quien bautiza el género de la marinera) escribía luego el brillante La andarita, basado en la leyenda del bandolero Luis Pardo. Por otro lado, dos poemas del tacneño Federico Barreto (1868) sirvieron de base para los popularísimos Ódiame y Aurora. El vals que se tocaba en callejones y casas no tenía ninguna pretensión fuera de su ámbito hasta que Alejandro Ayarza, el autor de La palizada, inscribe los derechos de autor de sus composiciones a comienzos del siglo XX y empieza a difundir el género. Por entonces también los legendarios Montes y Manrique graban en Nueva York para la casa Columbia 195 discos de música criolla.
Sabemos hoy que el primer autor de una obra vasta e importante en el género es Felipe Pinglo Alva (1899-1937). Gracias a él, el vals adquiere una gran difusión popular. Pinglo escribió en muchos registros y en todos tiene grandes piezas. Sin embargo, puesto que el vals era considerado un género de clases bajas, los diarios limeños apenas lo mencionaron en vida (se dice que la primera noticia sobre su muerte apareció treinta días después).
Una de las claves de El plebeyo es que el narrador cuenta su historia bajo la premisa de que lo hace sometido a "una infamante ley", la de "amar a una aristócrata siendo plebeyo él". El cantor de El plebeyo sabe que no va a cambiar el mundo aunque sí hacer notar su melancólica voz (o su "trémula emoción") en una oscura calle marcada por la oscuridad ("de luz artificial con débil proyección"). Por otro lado, como muchos valses, El plebeyo nunca renuncia a reflexionar. La reflexión, la sentencia breve, el consejo o la queja en forma de pensamiento es típico del género: "amar no es un delito porque hasta Dios amó".
Cortejo al sufrimiento, celebración de la tristeza, el vals permanece hoy con nuevos compositores como Lourdes Carhuas. Es la música del mediodía en las radios. Su voluptuosidad elegante y triste es parte de nosotros y aún nos acompaña.
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